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Reencuadrar el paisaje, reencuadrar la mirada

 

 

 

"Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿Acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!" (Friedrich Nietzsche).


 

I.

Para un realista ingenuo, lo que percibimos se identifica con la realidad per se. Para él, nuestras representaciones (mentales, artísticas, científicas…) reproducen especularmente la apariencia del mundo. Sin embargo, al menos desde el surgimiento del criticismo kantiano (s. XVIII), ya no aceptamos tan cándidamente aquella postura. El filósofo alemán nos enseñó a distinguir el fenómeno del nóumeno, es decir, la realidad como aparece “para nosotros” de la realidad como es “en sí misma”. El mundo que contemplamos es como es en función de ciertas estructuras cognitivas y perceptivas propias de los animales humanos. El mundo en sí mismo, sin el hombre, es una incógnita. De aquí en adelante, la mayor parte de pensadores occidentales ha llevado más allá dicha problematización. Para Foucault, por ejemplo, cada época opera una distribución de lo visibles y de lo enunciable en función de un conjunto de condiciones históricas (empíricas, no trascendentales) ligadas a relaciones de poder. Así, en los últimos 200 años se ha puesto en cuestión el concepto mismo de “realidad”, conduciéndonos a concluir que esta no es un estado de cosas que se pueda conocer objetivamente, sino que, más bien, es una construcción intersubjetiva que varía según el contexto espacio-temporal en el que estemos situados[1].

 

 

No obstante, si bien en ámbitos intelectuales se ha “superado” el realismo ingenuo, desde una perspectiva común y corriente, seguimos creyendo en él. Todos -unos más que otros- asumimos que lo que vemos “ahí afuera” se identifica con lo que realmente es[2]. Nadie vive pensando que su visión del mundo es solo una construcción cultural, temporal, parcial e inestable. Así, pues, esta ingenuidad nos lleva a otorgarle a nuestras representaciones el valor de ícono (signo cuyo significante tiene una relación de similitud con su referente), y no el de símbolo (signo cuyo significante tiene una relación arbitraria con su referente), según la terminología de Charles S. Pierce, haciendo de ellas fieles imágenes de la exterioridad.

 

Este prejuicio realista se expresa en una práctica cultural joven pero hegemónica y que, por ello, ha reforzado de forma insospechada, a lo largo del siglo XX, dicha actitud ingenua: la fotografía. Esta, especialmente en ciertos usos como el de prensa, se ha erigido a partir del “mito de la objetividad” donde  la “ilusión de realidad” tiende a dominar y dirigir nuestra mirada y, con ello, nuestra lectura de la imagen, como señala Martine Joly, haciéndonos pensar que lo que aquella muestra se identifica con lo real. La fotografía no sería entonces solo una “prueba de existencia” (un índice, el “esto ha sido” de Barthes) si no también una “prueba de sentido”.

 

 

II.

La presenta serie fotográfica nos invita a poner en tela de juicio esta habitual comprensión de la “realidad”. Busca evidenciar que tanto la mirada del sujeto como el objeto mirado están culturalmente determinados. Sostiene, por tanto, que la “objetividad” es también una construcción y que, por ello, debe ser tomada como lo que es: una ficción más, un mito entre tantos otros. En fin, apoyándose en Deleuze y Nietzsche, intenta revelar que “ser es ser perspectiva”.

 

Por ello, para hacer explícito que incluso la representación más clara y distinta, más figurativa y especular, es una ficción perspectivista, hemos recurrido al paisaje como signo icónico central de esta serie de fotografías. Un paisaje, natural o urbano, nos incita a pensar, inconscientemente, en un dato realista, libre de toda carga cultural y psicológica. “Lo que ves es lo que es”, parecen decirnos los paisajes. No obstante, sabemos que la idea misma de “paisaje” es un invento de la Modernidad europea, una producción cultural que “estabilizó” y le dio “forma” a un fragmento de lo real que antes aparecía a los sujetos como naturaleza bruta, salvaje e indeterminada.

 

 

Esta serie recurre al “reenmarcamiento dentro de la imagen” como signo plástico que genera dos planos claramente diferenciados en cada fotografía: uno lejano, el del paisaje representado, otro próximo, en el que se sitúa el fotógrafo y, por extensión, quien contempla la imagen. Con este recurso se pretende jugar con la antítesis de dos espacios: uno público, compartido y objetivo; otro privado, íntimo y subjetivo. Esto induce en el espectador la impresión de que esta mirada es solo su mirada del mundo, pero que, al mismo tiempo, aquello observado es el mundo. Se exagera así la experiencia realista. No obstante, al mismo tiempo, paradójicamente, el marco interno genera la sensación de recorte y selección, es decir, pone en evidencia que cada aproximación al mundo nos da solo un fragmento visibilizado por nuestro punto de vista, el cual está, a su vez, fijado por nuestra posición en el espacio, pero, además, por nuestras categorías mentales y lingüísticas históricamente constituidas. Así, pues, nos vemos empujados a concluir que aquello que contemplamos no es, como pensamos inicialmente, la realidad en sí misma.

 

 

En fin, con este proyecto se busca que las imágenes funcionen como dispositivos paradójicos: ofreciéndonos, en una primera lectura, lo más objetivo, nos permiten comprender, en un segundo momento, el carácter constructivista de toda mirada y, con ello, de toda representación.

 

 

 


 

[1] Este cambio en las ideas se evidencia también en el devenir de la pintura, por ejemplo, desde el impresionismo hasta el expresionismo abstracto, mutación que la ha alejado paulatinamente de la representación figurativa.

 

[2] Lo cual no solo tiene consecuencias epistemológicas, sino principalmente ético-políticas muy importantes (por ejemplo, dogmatismo, monismo cultural, totalitarismo, etcétera).

 

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